Existía en Lima hasta hace cincuenta años una
asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de
pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una
profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como
el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana. En España
dábanlas el nombre de plañidoras; pero en estos reinos del Perú se las bautizó
con el de doloridas o lloronas.
Que el gobierno colonial hizo lo posible por
desterrarlas, me lo prueba un bando o reglamento de duelos que el virrey don
Teodoro de Croix mandó promulgar en Lima el 31 de agosto de 1786, y que
he tenido oportunidad de leer en el tomo XXXVIII de Papeles varios de la
Biblioteca Nacional. Dice así, al pie de la letra, el artículo 12 del bando:
«El uso de las lloronas o plañideras, tan opuesto a las máximas de nuestra
religión como contrario a las leyes, queda perpetuamente proscrito y abolido,
imponiéndose a las contraventoras la pena de un mes de servicio en un hospital,
casa de misericordia o panadería». Parece que este bando fue, como tantos
otros, letra muerta.
No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con qué
pagar un decente funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles
en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las
comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo centón
que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe y dos para
cada subalterna. Y cuando los dolientes echándola de rumbosos añadían algunos
realejos sobre el precio de tarifa, entonces las doloridas estaban también
obligadas a hacer algo de extraordinario, y este algo era acompañar el llanto
con patatuses, convulsiones epilépticas y repelones. Ellas, en unión de los
llamados pobres de hacha que concurrían con un cirio en la mano, esperaban a la
puerta del templo la entrada y salida del cadáver para dar rienda suelta a su
aflicción de contrabando.
Dígase lo que se quiera en contra de ellas; pero lo
que yo sostengo es que ganaban la plata en conciencia. Habíalas tan adiestradas
que no parece sino que llevaban dentro del cuerpo un almacén de lágrimas; tanto
eran éstas bien fingidas, merced al expediente de pasarse por los ojos los
dedos untados en zumo de ajos y cebollas. Con frecuencia, así habían conocido
ellas al difunto como al moro Muza, y mentían que era un contento exaltando
entre ayes y congojas las cualidades del muerto.
-¡Ay, ay! ¡Tan generoso y caritativo! -y el que iba en
el cajón había sido usurero nada menos.
¡Ay, ay! ¡Tan valiente y animoso! -y el infeliz había
liado los bártulos por consecuencia del mal de espanto que le ocasionaron los
duendes y las penas.
-¡Ay, ay! ¡Tan honrado y buen cristiano! -y el difunto
había sido, por sus picardías y por lo encallecida que traía la conciencia,
digno de morir en alto puesto, es decir, en la horca.
Y por este tono eran las jeremiadas.
No concluía aquí la misión de las lloronas. Quedaba
aún el rabo por desollar; esto es, la ceremonia de recibir el duelo en casa del
difunto durante treinta noches. Enlutábanse con cortinajes negros la sala y
cuadra, alumbrándolas con un fanal o guardabrisa cubierta por un tul que
escasamente dejaba adivinar la luz, o bien encendían una palomilla de aceite
que despedía algo como amago de claridad, pero que realmente no servía sino
para hacer más terrífica la lobreguez. Desde las siete de la noche los amigos
del finado entraban silenciosos en la sala y tomaban asiento sin proferir
palabra. Un duelo era en buen romance una congregación de mudos.
La cuadra era el cuartel general de las faldas y de
las pulgas. Las amigas incitaban a los varones en no mover sus labios, lo cual,
bien mirado, debía ser ruda penitencia para las hijas de Eva. Sólo a las
lloronas les era lícito sonarse con estrépito y lanzar de rato en rato un ¡ay
Jesús! o un suspiro cavernoso, que parecía queja del otro mundo.
Escenas ridículas acontecían en los duelos. Un
travieso, por ejemplo, largaba media docena de ratoncillos en la cuadra, y
entonces se armaba una de gritos, carreras, chillidos y pataletas.
Por fortuna, con las campanadas de las ocho terminaba
la recepción: aquí eran los apuros entre las mujeres. Ninguna quería ser la
primera en levantarse. Llamábase este acto romper el chivato.
A la postre se decidía alguna a dar esta muestra de
coraje, y acercándose a la no siempre inconsolable viuda, le decía:
-¡Cómo ha de ser! Hágase la voluntad de Dios.
Confórmate, hija mía, que él está entre santos y descansando de este mundo
ingrato. No te dés a la pena, que eso es ofender a quien todo lo puede.
Y todas iban despidiéndose con idéntica retahíla.
Cuando la familia regresaba de dar el pésame, por
supuesto que ponían sobre el tapete a la viuda y a la concurrencia, y cortaban
las muchachas, con la tijera que Dios les dio, unos sayos primorosos. Lo que es
la abuela o alguna tía, a quienes el romadizo había impedido ir a cumplir con
la viuda, preguntaban:
-¿Y quién rompió el chivato?
-Doña Estatira, la mujer del escribano.
-Ella había de ser, ¡la muy sin vergüenza! ¡Ya se
ve..., una mujer que tiene coraje para llamarse Estatira!...
Por más que cavilo no acierto a darme cuenta del
porqué de esta murmuración. ¡Caramba! Supongo que una visita no ha de ser
eterna, y que alguien ha de dar ejemplo en lo de tomar el camino de la puerta,
y que no hay ofensa a Dios ni al prójimo en llamarse Estatira.
En cada noche recibía la llorona una peseta columnaria
y un bollo de chocolate. Y no se olvide que la ganga duraba un mes cabal.
Sólo en el fallecimiento de los niños no tenían las
lloronas misión que desempeñar. ¡Ya se ve! ¡Angelitos al cielo!
Pero entre todas las plañidoras había una que era la
categoría, el non plus ultra del género, y que sólo se dignaba asistir a
entierro de virrey, de obispos o personajes muy encumbrados. Distinguíase con
el título de la llorona del Viernes Santo. El pueblo la llamaba con otro nombre
que, por no ruborizar a nuestras lectoras, dejamos en el fondo del tintero.
Se decía: «El entierro de don Fulano ha estado de
lo bueno lo mejor. ¡Con decirte, niña, que hasta la llorona del Viernes Santo
estuvo en la puerta de la iglesia!».
Para mí sólo hay una profanación superior a ésta, y es
la que anualmente se realiza en las grandes ciudades con el paseo o romería que
en noviembre se emprende al cementerio. La vanidad de los vivos y no el dolor
de los deudos es quien ese día adorna las tumbas con flores, cintas y coronas
emblemáticas. «¿Qué se diría de nosotros? -dicen los cariñosos parientes-. Es
preciso que los demás vean que gastamos lujo». Y encontré vanidad hasta en la
muerte, dice el más sabio de los libros.
Las losas sepulcrales son objeto de escarnio y difamación
en esa romería.
-¡Hombre! -dice un mozalbete a otro chisgarabís de su
estofa, pasando revista a las lápidas-. Mira quién está aquí... La
Carmencita... ¿No te acuerdas, chico?... La que fue querida de mi primo el
banquero, y le costó un ojo de la cara... Muchacha muy caritativa... y bonita,
eso sí, sólo que se pintaba las cejas y fruncía la boca para esconder un diente
mellado. -¡Preciosa corona le han puesto a don Melquiades! Mejor se la puso su
mujer en vida. -¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podía ser mejor, que para
eso robó bastante cuando fue ministro de Hacienda! ¡Valiente pillo! -Fíjate en
el epitafio que le han puesto a don Milón, que no fue sino un borrico con
herrajes de oro y albarda de plata. ¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese
grandísimo cangrejo! -¡Gran zorra fue doña Remedios! La conocí mucho, mucho.
¡Como que casi tuve un lance con el Juan Lanas de su marido! -No sabía yo que
se había ya muerto el marqués del Algarrobo. ¡Bien viejo ha ido al hoyo! ¡Como
que era contemporáneo de los espolines de Pizarro! -¡Pucha! Aquí está un
patriota abnegado, de esos que dan el ala para comerse la pechuga y que saben
sacar provecho de toda calamidad pública.
Y basta para muestra de irreverente murmuración. A
estos maldicientes les viene a pelo la copla popular:
«El zapato
traigo roto,
¿con qué lo
remendaré?;
con picos de
malas lenguas
que propalan
lo que no es».
El verdadero dolor huye del bullicio. Ir de paseo al
cementerio el día de finados por ver y hacerse ver, por aquello de «¿adónde
vas, Vicente?, adonde va toda la gente», como se va a la plaza de toros; por
novelería y por matar tiempo, es cometer el más repugnante y estúpido de los
sacrilegios.
Dejo en paz a los difuntos y vuelvo a las lloronas.
Los padres mercenarios, en competencia con lo que la
víspera hacían los agustinianos, sacaban el Viernes Santo en procesión unas
andas7 con el sepulcro de Cristo, y tras ella, y rodeada de multitud de beatas,
iba una mujer desgreñada, dando alaridos, echando maldiciones a Judas, a
Caifás, a Pilatos y a todos los sayones; y lo gracioso es que, sin que se
escandalizase alma viviente, lanzaba a los judíos apóstrofes tan subidos de
punto como el llamarlos hijo de la mala palabra.
De la capilla de la Vera Cruz salía también a las once
de la noche la famosa procesión de la Minerva, que, como se sabe, era costeada
por los nobles descendientes de los compañeros de Pizarro, quien fue el
fundador de la aristocrática hermandad y obtuvo que el Papa enviara para la
iglesia un trozo del verdadero lignum crucis, reliquia que aún conservan los
dominicos.
Pero en esta procesión todo era severidad, a la vez
que lujo y grandeza. La aristocracia no dio cabida nunca a las lloronas,
dejando ese adorno para la popular procesión de los mercenarios.
El arzobispo don Bartolomé María de las Heras no había
gozado de esas mojigangas; y el primer año, que fue el de 1807, en que asistió
a la procesión hizo, a media calle, detener las andas, ordenando que se
retirase aquella mujer escandalosa que, sin respeto a la santidad del día,
osaba pronunciar palabrotas inmundas.
¿Creerán ustedes que el pueblo se arremolinó para
impedirlo? Pues así como suena. ¡No faltaba más que deslucir la procesión
eliminando de ella a la llorona!
El sagaz arzobispo se sonrió y, acatando la voluntad del
pueblo, mandó que siguiese su curso la procesión; pero en el año siguiente
prohibió con toda entereza a los mercenarios semejante profanación.
En cuanto a las plañidoras de entierros, ellas
pelecharon por algunos años más.
Como se ve por este ligero cuadro, si había en Lima
oficio productivo era el de las lloronas. Pero vino la Patria con todo su
cortejo de impiedades, y desde entonces da grima morirse; pues lleva uno al
mudar de barrio la certidumbre de que no lo han de llorar en regla.
A las lloronas las hemos reemplazado con algo peor si
cabe..., con las necrologías de los periódicos.
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